El Papaloapan se niega a morir.
y ahora hay muchos lugares sin comida”.
Abel Pérez Rojas.
Para los antiguos de todas las civilizaciones, la naturaleza era realmente la madre/padre que bondadosamente compartía sin distingos sus bendiciones. De acuerdo con esa cosmovisión lo celeste y terrestre forman una sola existencia.
Cada componente de la naturaleza es en sí un sistema interconectado a miles más, por ello es innegable que cada uno en sí mismo es un fragmento del ecosistema de la vida en el planeta, y en el caso del ser humano también es responsable al tener acción consciente.
Hoy, mucho de todo esto lo hemos podido confirmar a través del inestable y cambiante paradigma científico. Lamentablemente hay una diferencia enorme entre lo que la ciencia actual predica y lo que el saber antiguo enseñaba.
Para la ciencia, no toda la naturaleza es sensible ni tampoco interactúa emocional e inteligentemente con todas sus partes. La sabiduría antigua propone que toda la naturaleza siente e interactúa profundamente con el ser humano.
Hace unos días, con motivo del próximo reconocimiento que recibiré como Amigo del Sotavento Mexicano, y que me harán el honor de entregar algunas organizaciones hermanas no gubernamentales de Oaxaca, Puebla y Veracruz, hice un recorrido automovilístico con paradas programadas para conversar con artistas y autoridades culturales de algunos puntos colindantes con el río Papaloapan. El trayecto fue desde Tuxtepec, Oaxaca hasta Alvarado, Veracruz.
La profesora Margarita Hernández, amante de la flora y fauna del Sotavento, repetía una y otra vez: “es fácil identificar quienes le han dado la espalda al río… basta con ver su forma de vestir, con ver la contaminación que arrojan a su afluente y con ver cómo no le guardan el mínimo respeto a quien les ha dado de comer durante generaciones”.
Xóchitl Castro -la tehuana de nacimiento, pero tuxtepecana por decisión- insistía que viera como el coloso hídrico va cobrando fuerza y profundidad conforme se acerca a entregarse a los brazos del mar.
Mientras las escuchaba en mi interior les daba la razón. Recordé como para miles de poblanos el río Atoyac significa pestilencia, corrupción y vergüenza. Sin decir nada me repetía: es cierto que hay ríos vivos y muertos, al menos mientras existan los hombres sobre la faz de la Tierra, porque una vez que hayamos desaparecido, y si las condiciones planetarias no cambian al extremo de hacer imposible la vida, después de algunos siglos ella regresará a los lagos y ríos del planeta.
Los antiguos decían que los ríos eran una especie de hermano mayor que nos cuidaba y protegía. Nos daba el alimento, el cobijo y no agredía la forma humana de vida. Los pescadores pedían permiso y le hablaban antes de hacer su labor. A su vez, el río cumplía su parte alimentando a las personas; los lugareños, como una forma de agradecimiento, cuidaban del río. Pero dicen los más viejos que algún día ese pacto se quebró. De repente un día, los hombres dejaron de ver con respeto la afluente y el río dejó de escuchar las oraciones de los hombres.
Así llegamos hasta estos días en los que es fácil ver los lugares que le han dado la espalda a la vida de los ríos. El río también les ha dado la espalda y ahora no hay suficiente para comer.
Mientras la mentalidad citadina se ríe de todo esto, la visión unificadora de vida es la última cuerda a la cual pueden aferrarse quienes ven morir los ríos y cuánto hay en todo ello. Vale la pena librar la última batalla; en caso contrario, los ríos callarán por largo tiempo sus voces, esperando que desaparezca el hombre para entonces volver a resurgir.
¿Qué le parece?
Abel Pérez Rojas (@abelpr5) es doctor en Educación Permanente. Dirige: Sabersinfin.com.
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